La gira de 1974 en 27 discos

 

Hacía ocho años que no salía de gira. La última vez fue con The Band, en 1966, y acabó harto. Ellos también, de hecho Levon Helm rehusó participar después de lo sucedido en los primeros conciertos. Demasiada presión, expectativas, controversia. En Forest Hills, Nueva York, hubo intentos de invadir el escenario. En el Free Trade Hall de Manchester le llamaron Judas a voz en grito. De repente, un accidente de moto, el accidente. Se cancelaron sesenta conciertos programados y Bob Dylan desapareció de la faz de la Tierra, recluido en Woodstock. Casi una década más tarde, tras llevar una vida familiar apartado de los focos, y con un bagaje escaso de cinco álbumes irregulares e incomprendidos y desencuentros con Columbia Records, su compañía discográfica de siempre, Dylan se deja convencer por Robbie Robertson, su fiel guitarrista, escudero y amigo, para emprender una nueva gira con The Band. Los dos viven en Malibú y allí ha conocido a David Geffen, que le ofrece firmar contrato con su discográfica, Asylum. El pacto incluye un disco de estudio y otro en directo. En 1974, el año en que cumplirá 33, Bob Dylan cierra una etapa y sale de nuevo a la carretera. Quiere comprobar qué es lo que queda del pasado, de la relación con su público, ese monstruo de incontables cabezas que compra sus discos y las entradas de los conciertos y cree saberlo todo sobre él y se arroga el derecho a exigirle que sea como ellos quieren que sea. Será mes y medio viajando por los Estados Unidos y Canadá, en grandes recintos con potentes equipos de sonido. Nunca se ha visto algo igual. Quedó atrás aquella época arcaica en la que The Beatles tocaban en campos de béisbol y el sonido se amplificaba a través de los altavoces de las gradas.

Pero Dylan recela. No sabe qué se va a encontrar. En ese estado de las cosas su respuesta es, una vez más, imprevisible: en el primer concierto, el 3 de enero en Chicago, abre el recital con “Hero Blues”, una vieja canción de sus tiempos primerizos de cantante folk, que nunca grabó para un disco y que lejos de interpretarla como entonces, con la sola compañía de su guitarra y su armónica, la presenta con la banda al completo. Por si fuera poco, altera la letra. Solo alguien tan osado como él puede proponer semejante reencuentro con su público después de tan larga ausencia. No uno de sus éxitos, no una canción medianamente conocida, no lo que la gente espera escuchar. Los pocos que la conocieran se enfrentarían además a una versión diferente. Dylan, en constante reinvención, vuelve al pasado para reescribirlo. Reformula las canciones. En “Lay Lady Lay” ha abandonado la modulación country de su voz. “All Along the Watchtower” se presenta con el arreglo de Jimi Hendrix, deja de ser la canción que era antes de que el zurdo de Seattle se hiciera con ella. “Song to Woody” se revela con una nueva calidez, expresa a la vez intimidad y gratitud. El recitado de “It’s Alright Ma (I’m Only Bleeding)” es más melódico, menos vigoroso, y en “Most Likely You Go Your Way (And I’ll Go Mine)” el fraseo se convierte casi en un relajado recitar. “The Lonesome Death of Hattie Carroll” es otra distinta a la que grabó en su día, y “It Ain’t Me, Babe” también, pero esto es habitual, siempre la canta diferente. Solo “Leopard-Skin Pill-Box Hat” parece mantener una conexión segura con el pasado, con la gira británica de 1966, porque “Like A Rolling Stone” tampoco es la misma, va cogiendo vuelo hacia otros cielos. Están también las nuevas canciones. El disco “Planet Waves”, que ha grabado con The Band, debía estar ya en la calle, pero cambios de última hora en el título (debía haberse llamado “Ceremonies of the Horsemen”) han retrasado su publicación, que tardará todavía dos semanas. Dylan elige cuatro canciones del disco para la primera noche. Se supone que lo está presentando, pero una de las escogidas, “Nobody ‘Cept You” no está en él, es un descarte. Genio y figura, lo ofrece en una versión desnuda, en solitario, que nada tiene que ver con la grabada con The Band. Las otras tres son “Tough Mama”, “Forever Young” y “Something There Is About You”.

La segunda estación es Filadelfia y “Hero Blues” desaparece de escena. La apuesta, en la sesión de tarde del primer día, es igualmente arriesgada, “Ballad of Hollis Brown”, una canción áspera y dura, lo más opuesto a una celebración del reencuentro con su público. A cambio ofrece, excepcionalmente y por una sola vez en la gira, una versión deliciosa de “To Ramona”. Estamos muy al principio todavía, Dylan sigue ajustando la lista de canciones y “Just Like Tom Thumb Blues” llega para quedarse. El modo de encarar la parte vocal también es incierto, hay momentos en los que canta sin brillo y otros, como “Like A Rolling Stone”, en los que es el rey del fraseo. Se va sintiendo cómodo para experimentar, para variar cada noche la selección de canciones y el modo de cantarlas. En Toronto, el quinto día de la gira, el tono es enérgico en “Lay Lady Lay”, “Ballad of A Thin Man” e incluso en “Just Like a Woman”; acelerado en “It’s Alright Ma (I’m Only Bleeding)”; intenso en “Wedding Song”, otra de las canciones nuevas. Su voz se rasga en “Girl of the North Country”, grita en “Like A Rolling Stone”. Al día siguiente, en Montreal, abre con una versión desenfadada de “Most Likely You Go Your Way (And I’ll Go Mine)”, la canción que estaba utilizando como bis los tres días anteriores, y le parece gracioso cerrar el concierto también con ella, aunque, no hace falta decirlo, no es exactamente igual. Lo seguirá haciendo durante muchos otros días, y entre medio habrá ocasión para cualquier cosa. El noveno día, en Largo, Maryland, es la única oportunidad para escuchar “One Too Many Mornings”, y el precio de la entrada lo valía, solo por ser testigos de esa versión, mágica como pocas versiones de una canción siempre mágica. El día siguiente, en Charlotte, Richard Manuel toca el piano en “Like A Rolling Stone” como si fuera el pianista de una fiesta infantil. Se nota que se divierten. También lo hace Robbie Robertson en Houston, el 26 de enero, en un picante duelo de guitarras en “Ballad of Hollis Brown”.

Pero Bob Dylan no disfruta. Hace tiempo que ha dejado de hacerlo. Se ve a sí mismo representando un papel, el que quiere su público, y en su esfuerzo por romper esa imagen, por engañarles y ser otro, fracasa una y otra vez, ve que cualquier cosa que haga genera ovaciones, que su público está entregado. Aplauden en Nueva York cuando escuchan el final de “Just Like Tom Thumb’s Blues” (I'm going back to New York City, I do believe I've had enough). Aplauden en cualquier ciudad cuando en “It’s Alright Ma (I’m Only Bleeding)” narra cómo el Presidente de los Estados Unidos también a veces está desnudo (But even the president of the United States /Sometimes must have to stand naked). Aplauden, aplauden, y enarbolan los mecheros encendidos, como hicieron algunos en Woodstock años atrás cuando le tocó cantar a Melanie. Ahora son estadios enteros llenos de lucecitas. A cualquier otro le produciría satisfacción, pero a él le incomoda. Quiere terminar la gira y cada vez la música es más acelerada, fuerza sus cuerdas vocales y las pone al límite, la banda se lanza cuesta abajo en los últimos conciertos. La señal definitiva parece estar en la inclusión de “Highway 61 Revisited” en el segundo concierto del Madison Square Garden. En Nueva York el torrente de energía se hace ya imparable y The Band es una locomotora. Cuando llega a Inglewood, California, Dylan está dispuesto a todo en los últimos asaltos, como ya sabíamos desde que ese mismo año publicó parte de esos dos conciertos en el álbum doble “Before The Flood”.

Bob Dylan, siempre haciendo las cosas a su manera, es incapaz de seguir un camino sin salirse de él. Los 27 discos de esta caja son la muestra, una de muchas a lo largo de su carrera. El principio de la gira y el final no están separados solo por seis semanas, sino por constantes transformaciones. El espíritu de las canciones cambia tanto como su música. Si tomamos “Just Like Tom Thumb’s Blues”, el 6 de enero en Filadelfia está atravesada por el viento folk de sus discos de los primeros años 60; el día 11 es una canción que viene de otro mundo, subida en líneas de bajo de Rick Danko de las que es imposible desengancharse; en su versión del 21 de enero en Atlanta es una canción gamberra que parece emerger de una fiesta a altas horas de la noche; la del día siguiente luce un ambiente coral, participativo; cuatro días después en Houston es evocadora y fronteriza en el pase de la tarde, y en el de la noche tiene aroma de honky-tonk, de piano saltarín, de fiesta que acaba de comenzar. “Mr. Tambourine Man”, cantada en solitario en Filadelfia, se electrifica el último día y acoge el acompañamiento de acordeón de Garth Hudson. “Blowin’ in the Wind” oscila entre las presentaciones en solitario de Montreal y las desenfrenadas del último tramo de la gira. Por detalles como esos vale la pena tener a mano este cofre del tesoro. En estos 27 registros históricos se tiene la oportunidad de disfrutar excepcionales apariciones de canciones como “As I Went Out One Morning”, que salvo aquella noche en Toronto nunca más ha cantado en público; o de la variedad de versiones de las canciones más o menos repetidas, como “Forever Young”, que en un mismo día, en Houston, y dependiendo de que la cante por la tarde o por la noche puede ser vital, colorista y conversacional, o directa y admonitoria; y en definitiva de asistir en toda su extensión al momento en que Bob Dylan volvió de su voluntario exilio y se inventó una vez más a sí mismo, solo para mirarse al espejo al acabar y decidir que todo el esfuerzo de esos dos meses del invierno de 1974 no le había llevado a dónde quería, y que necesitaba explorar otros caminos. Pero eso ya es otra historia.

 


"A Complete Unknown" revisitada


 La historia arranca al bajar de un automóvil, su llegada a Nueva York, y termina con Dylan pilotando una moto por las carreteras boscosas de Woodstock, una huida hacia el futuro. Entre medio dos horas de película en la que asistimos a las transformaciones sucesivas de alguien que se presenta en la Gran Manzana borrando su pasado y creando su propia leyenda, y se convierte en personaje y máscara de sí mismo: el joven cantante que busca abrirse paso en los clubes de folk; el estandarte del movimiento por los derechos humanos; el hípster que revoluciona el modo de entender las canciones mediada la década de los 60. La historia que se nos cuenta es cierta y cambió la historia de la música moderna tanto como la cambiaron los Beatles. No importa que la narrativa cinematográfica falsee algunos hechos y altere la cronología de otros. No puede importarnos, porque toda la biografía de Dylan está salpicada de mentiras que él mismo se encargó de difundir desde bien joven, una constante y divertida modificación de la realidad, trampas abiertas a los pies de quienes le entrevistaban, juegos perversos con los que despistaba a quienes querían saber de él algo que no estaba dispuesto a revelar. Hace unos pocos años se permitió el lujo de confabularse con Martin Scorsese para presentarnos historias falsas y personajes ficticios en su reconstrucción de la gira de 1975, “Rolling Thunder Revue: una historia de Bob Dylan”. Por eso, que “A Complete Unknown” sitúe en el festival de Newport de 1965 lo que sucedió en el Free Trade Hall de Manchester en 1966 es absolutamente irrelevante: fue un muchacho inglés quien le llamó Judas a voces desde el público, pero seguro que un buen número de los folkies decepcionados un año antes pensó lo mismo, aunque no lo dijeran. Podemos imaginar que alguien realmente lo dijo. Podemos aceptarlo. No importa, lo que vale es que Dylan dejó atrás un personaje que estaba cansado de representar y modeló otro.

A quien estamos viendo es sin lugar a dudas Bob Dylan y lo que hizo con su vida en aquellos intensos y veloces años. Es él, hasta el punto de que tardamos muy poco en olvidarnos de que estamos viendo a un actor, Timothée Chalamet, que asume su identidad, que habla como él y canta como él, que tiene sus mismos gestos y se mueve como él lo hacía, que es tímido y osado a la vez. No es que sea creíble, es que no existe Chalamet, solo Dylan. Esto, que es digno de admiración, por sí no es suficiente. Hace falta más. Es necesario que sintamos las calles del Village neoyorquino, y la puesta en escena hace que las sintamos, que estemos allí, aunque nunca hayamos estado sentimos que sí, y que estuvimos precisamente en aquellos años de efervescencia ay canciones, un imposible que la magia del cine hace posible. Hace falta también que Dylan no sea un fantasma moviéndose entre marionetas, y no lo es, porque también cuesta darse cuenta de que quien aparece en pantalla no es Pete Seeger, que no ha vuelto del pasado, tan descomunal es la interpretación de Edward Norton, en una austeridad gestual llena de matices. Emociona escuchar de su voz “This Land Is Your Land”, un pico altísimo de la película nada más empezar. Joe Tippet es un verosímil Dave Van Ronk, al que el guion por desgracia reduce a mero figurante, cuando su importancia en esta historia fue al menos igual, si no superior, a la de Seeger. Scoot MacNairy estremece al dar vida a un Woody Guthrie gravemente enfermo, al que paradójicamente se le escapa la vida en cada escena. Solo Suze Rotolo y Joan Baez, las dos mujeres que pelean por el mismo hombre, no llegan a traspasar el celuloide, por la sencilla razón de que el guion hace trampas con ellas, las dibuja como lo que no fueron. Pero esto tampoco importa porque una de las dos es una mujer fuerte que abandona a Bob y la otra una mujer sumisa y despechada, aunque sus nombres estén intercambiados. Ni siquiera Suze se llama así, sino Sylvie. Fue Suze la que hizo madurar al hombre, la que le mostró los caminos de la cultura y del compromiso. Baez le mostró el camino de la fama, que no es poco. Esto es una película de Hollywood y la fama es el ingrediente básico. Nada de esto invalida la historia, también Dylan embelleció su personaje y ocultó su persona para poder ser quien quería ser. Seguimos sin saber mucho de él, no tanto como para pensar que sea un completo desconocido, pero sí lo suficiente para tener que aventurar su verdadero yo a través de sus canciones, de sus entrevistas, de sus medias verdades, de sus dudosos desmentidos. Je est un autre, dijo de sí, después de leer a Rimbaud.

James Mangold le captura a través de pequeños detalles, en frases que posiblemente no dijo y en momentos que no existieron. ¿Qué significa?, le pregunta Joan Baez después de escuchar Blowin’ in the Wind. No lo sé, responde Dylan, en esa escena que nunca existió. Me preguntan de dónde vienen mis canciones, y lo que quieren decir es por qué no son capaces de escribirlas ellos, se lamenta ante Suze Rotolo un Dylan al que la presión exterior zarandea y aturde. Son dos arrebatos de sinceridad que, sucedieran o no, definen a la perfección al artista que se ve a sí mismo instrumento de su arte, que se debe a él y vive para él. Es la soledad del creador. Mangold se mueve con soltura en el tejido de las escenas, en el hilo sutil que les da sentido. Es magistral el modo en que resuelve la controversia sobre si Pete Seeger pretendió cortar los cables en Newport para impedir que la orgía de sonido continuara: una mirada a un hacha, una advertencia de su mujer, nada más. Basta con ello: Seeger no lo hizo, nadie cortó el sonido y Dylan desafió a los puristas antes de seguir camino. Hay mucho cine en estas dos horas, y mucha música. A los cinéfilos tal vez les parezca demasiada para una película que no es un musical. “Song To Woody” testimonia la gratitud del discípulo; “It Ain’t Me, Babe” escenifica la ambigua relación con Joan Baez; “Highway 61 Revisited” recrea la decidida ruptura con el pasado; “Maggie’s Farm” es la insolente expresión de un desafío. Estas son imprescindibles, y quizá alguna más, pero todas las que se escuchan sirven al propósito de la narración, no molestan, no la ralentizan sino que la hacen avanzar. Hay mucha verdad en lo narrado y mucha ficción, pero una sensación traspasa la pantalla, y es la de autenticidad. Escribió Sam Shepard en 1975 que Bob Dylan se había inventado a sí mismo, y aunque no era el primero que hacía algo así, solo él había inventado a Dylan. Diez años antes se puso las gafas negras y fue otro una vez más. Quedaban otros giros teatrales por llegar, nuevas máscaras. Pero ya entonces era inmortal. Esta película, cuando acabe su ciclo de exhibición en los cines, permanecerá con nosotros, los que creemos en su inmortalidad.