La Gramola de Bob Dylan

 

Bob Dylan escribió en 1965 Tarántula, un experimento de prosa poética en forma de flujo de conciencia. En el año 2004 se publicó Crónicas. Volumen I, narración autobiográfica centrada en solo tres años de su vida y carrera artística. Del primero dijo que no tenía la intención de escribirlo como tal libro; del segundo, que se le fue de las manos la redacción de notas para la reedición de tres de sus discos. Sus dos obras publicadas no le habrían servido para merecer el Nobel de literatura. Fueron sus canciones, los más de seis centenares que había escrito, las que le valieron en 2016 el galardón por haber creado una nueva expresión poética dentro de la gran tradición de la canción americana. Eso dijeron los académicos. Ahora Dylan cierra el círculo publicando un libro, Filosofía de la canción moderna, que habla de canciones, las canciones de otros. Lo ha ido escribiendo a lo largo de más de diez años, en las pausas de su gira interminable, la conocida como Never Ending Tour, que le lleva por todo el mundo, cerca de tu casa también alguna vez. Dylan deleita en sus páginas como solo un gran escritor puede hacer. Cuando comenta las canciones escuchas su propia voz, la del poeta, la del narrador, y asistes con él a una inesperada lección de Historia y a una reflexión distante sobre el mundo contemporáneo.

Este libro puede no gustarte. No está escrito con la intención de que te guste. Puede que no compartas su planteamiento. Este libro te engaña desde el título. Mirando el índice intuyes que tu concepto de canción moderna no es el mismo que el suyo. Empiezas a leerlo y te cuestionas qué tiene que ver la filosofía con todo esto. Creías que ibas a encontrar la clave secreta para descifrar las canciones y te sientes decepcionado. Dylan te la ha jugado una vez más y no sé de qué te extrañas, lleva haciéndolo desde siempre, puede ser que tú ni siquiera hubieras nacido cuando él empezó este juego. Este libro no está hecho para que te quites el sombrero y sin embargo deberías hacerlo. Es más, si no tienes sombreros en tu armario deberías salir ya a comprar uno para poder descubrirte una vez más ante el Maestro. Aunque Dylan sea un pozo de conocimiento del que no se ve el fondo, este es el libro de un Nobel de literatura, no el de un crítico musical, no el de un musicólogo. Hay que disfrutarlo así. No busques ciencia, no busques fórmulas ni recetas. Dylan está hablando del mundo tal como lo conoce, de cómo era y cómo es. Está hablando de sí mismo fingiendo que habla de otros. En realidad no finge, eso a él no le importa. Está viviendo en las vidas de otros y en las canciones de otros, porque las suyas no le sirven para encontrar la verdad. Sus canciones dejaron de ser suyas, escapan de él cada vez que las graba o las interpreta de un modo distinto. Las escribe y las canta y desde ese momento pasan a ser nuestras. Nos llevan a algún lugar. Este libro habla de canciones ajenas que le hablan a él, que son suyas precisamente porque las escribieron otros. Puede que para ti no signifiquen nada. Para él son importantes. Esas canciones, lo que dicen, o lo que le dicen, ocupan un lugar en su vida y en su visión del mundo. Si te importa Dylan, y creo que así es porque estás leyendo esto que escribo, entonces estas canciones y este libro deberían importarte también.

Cuatro de cada diez canciones seleccionadas están fechadas en los años 50, y una mínima parte sobrepasan la década de los 60. Incluso de estas últimas, la fecha es puramente circunstancial en la mayoría. ¿Se puede llamar “modernas” a canciones que superan ampliamente el medio siglo de vida? Hay quien cree que no. Todo es relativo. Si el término de comparación es “Chicken Teriyaki” indudablemente no. Si lo son las canciones de marineros del siglo XVIII, la respuesta es otra. Saltemos pues la primera trampa del título y sigamos adelante, en un bosque lleno de árboles ancianos. Dylan se siente a gusto en él. Cuanto más avanzaba en su carrera artística, más se afirmaba en la tierra que pisaba, en la tradición americana. Dylan, como todo buen árbol, ha hecho frondosa su copa hundiendo sus raíces en lo profundo. Este libro es historia de los Estados Unidos. En sus páginas hay un tratado de amor y de respeto a su cultura y a sus contradicciones. Dylan, en la gira británica de 1966, exhibía una enorme bandera de las barras y estrellas en el escenario. ¡Esto es música americana!, se le oyó gritar. Ha pasado mucha agua bajo el puente, y en la memoria del trovador hay imágenes de la vieja América que nunca se borrarán. Esa vieja América en la que él se crio, que entonces era nueva, y en la que se desarrollaba un nuevo lenguaje. Auabap-alubap-auap-bambum. Little Richard. “Tutti Frutti”. Un lenguaje musical desconocido, que grita cosas sin sentido aparente, y que escribe historias en las que el significado se retuerce. Little Richard es el maestro del doble sentido, dice Dylan, y se pregunta si Elvis sabía que esa canción hablaba de lo que hablaba: todas las frutas, hombres, mujeres, travestis, en el banquete del sexo. Dylan, a lo largo de este libro, nos va a narrar a su manera lo que dicen las canciones que ha elegido. A veces nos va a ayudar a encontrar su sentido, su historia. En “Come On-A My House”, de Rosemary Clooney, nos invita a distinguir entre lo que va a suceder y lo que podría suceder, nos descubre una canción ominosa disfrazada de éxito pop despreocupado. Otras veces se va a ir Dylan mucho más allá, va a tomar unos pocos versos y construir con ellos un relato de varias páginas. Tal vez su imaginación vaya más lejos de lo que el autor de la canción pretendía, pero, ya sabes, no importa de dónde viene una canción sino a dónde te lleva. Dylan disfruta con esas relecturas y se le nota. Cuando nos habla de “El Paso”, que Marty Robbins escribió y grabó en 1959, se sumerge en el arte de encontrar significados, lecturas distintas. Esta es la balada de un alma atormentada, nos dice, esta es una canción de post-resurrección y sobrevuela tu cabeza. Dylan revisita el argumento y lo lleva a donde a él le lleva, y te advierte que cualquier aproximación es válida: uno puede ver la canción como el tierno lamento de un vaquero errante que muere por una bailarina a la que apenas conoce, o no. Una canción siempre está abierta, es algo que desde antiguo nos ha enseñado. En “Gypsies, Tramps & Thieves”, de Cher, se da a recrear la vida de los feriantes y a señalar lo que hay detrás, y su acercamiento a “Midnight Rider”, de los Allman Brothers, supone una prodigiosa reinvención del jinete nocturno a partir de nada. Creación pura.

De la mano de Dylan vemos la América de los drugstores y de las ciudades, la de los vagabundos y los inadaptados, la de los neones y la de los espacios abiertos, la de las pistas de baile y la de los cines. La América con un revolver al cinto, y la de los zapatos de gamuza azul. Si no sabes la importancia de los zapatos, él te lo explicará, a cuenta de la canción de Carl Perkins. Veremos también la sombra de Vietnam y la América que en los sesenta soñó otra América. Es un fresco que se compone de pequeñas piezas, diseminadas aquí y allá. Solo tienes que juntarlas. Dylan nunca te lo pone fácil, nunca te invita a seguirle, pero sonríe sin que lo veas cuando sabe que estás ahí, que no te has ido. A veces Dylan rebusca en el cancionero europeo. Da la impresión de que se obliga. Pasa por alto a los Rolling Stones, a los Beatles, a los Kinks. Curioso para alguien que ha declarado rotundamente que los de Jagger y Richards son la mejor banda de la historia. Aflora el desapego hacia el cuarteto de Liverpool cuando los cita como banda sonora de las niñatas y colegialas, histeria de quinceañeras que está fuera de lugar en el Londres de The Clash, de quienes se detiene en su inevitable “London Calling”. ¿Acaso el viejo Bob que confraternizó con los Beatles no es ya el mismo? Sin duda. El viejo Bob no es Bobby Dylan nunca más. Le echa una mirada a “My Generation” y nos lee el reverso de la canción de The Who, lo que no dice Pete Townshend, que todos despotricamos de la generación anterior pero sabemos que solo es cuestión de tiempo que nos convirtamos en ellos. Suena a condescendencia, inevitablemente. La vieja Europa es un patio de colegio para él. Chicos majos los Clash. Pero Stephane Grappelli palidece si lo pones al lado de Louis Armstrong. Lo menciona de pasada hablando de cine norteamericano cuando comenta “Saturday Night at the Movies”, de The Drifters. Europa además es babélica, habla lenguas extrañas. Al menos resulta gracioso escuchar una canción en un idioma que no entiendes. Tiene un efecto liberador. Eso le sucede con “Volare (Nel blue, dipinto di blu)”, pero indaga en la letra y nos apunta que puede que esta sea una de las primeras canciones psicodélicas, anticipándose a “White Rabbit” de Jefferson Airplane. Dylan seguramente ignora que toda una generación en España crecimos sin entender lo que él decía en sus letras. Eso que le pasaba a él con la canción de Domenico Modugno nos pasaba a nosotros con las suyas. Reconforta reconocernos en lo que cuenta.

Este es un libro a contracorriente y sus protagonistas a menudo lo son también. Sinatra fue contra el mundo cuando grabó “Strangers in the Night” en 1966 y con ella hizo frente a la invasión británica. Hoy eso no habría sucedido, se queja Dylan, todo está estratificado, cada canción tiene su nicho. Nuestro mundo es estrecho y en las plataformas musicales alguien decide por ti lo que quieres escuchar. Como Dylan es capaz de hablar de lo que se proponga, lo ilustra con la falsa historia de los lemmings suicidas, con ocasión de comentar “Waist Deep in the Big Muddy”, grabada por Pete Seeger en 1967. Ir contra todo es arriesgado, la industria siempre gana, y pone el ejemplo de Elvis Presley, enterrado en vida en Las Vegas y cantando precisamente eso, “Viva Las Vegas”. Dylan ha vivido mucho y no solo porque los ochenta años ya los cumplió. Por eso, este libro es también enseñanza. La guerra actual no es la primera, nos lo recuerda, entre la erudición y el discurso, con “War”, de Edwin Starr, y en todas las guerras los vencedores escriben la historia. Dylan está del lado de los perdedores. John Trudell, indio de la tribu santee dakota, autor de “Doesn’t Hurt Anymore”, es uno de ellos. Su vida fue trágica, su canción te arrancará el corazón. Dylan te explica que la razón de su música es que transmite una antigua sabiduría. Bobby Darin es otro perdedor. Realmente es un no triunfador, pero en la cultura estadounidense ambas cosas son equivalentes. Enternece cómo lo recuerda Dylan, cómo lo opone a Sinatra. “Mack the Knife” es la canción que los une. La interpretación de Darin es tan buena como la mejor, pero el mundo solo podía admitir a un Sinatra, nadie podía seguir su camino. Los perdedores están por todas partes en las canciones de este libro, y los marginados, y los que voluntariamente se sitúan al margen de la sociedad. Están en “Willy the Wandering, the Gipsy and Me”, de Billy Joe Shaver, una canción que Dylan define como un acertijo, que resulta más extraña cuanto más entras en ella; en “Jesse James”, de Harry McClintock; en “Pancho and Lefty”, escrita por Townes van Zandt, que le sirve para apuntar que escribir canciones se basa en buena medida en reducir los pensamientos a su esencia. Perdedor es también el protagonista de “Detroit City”, escrita por Danny Dill y Mel Tillis, y cantada por Bobby Bare, con cuya propia historia personal podría identificarse. Dylan reflexiona: “¿Qué nos lleva a pensar, cuando una canción entra en modo narrativo, que de pronto el cantante nos está contando la verdad?”

Este libro habla de eso, de algo misterioso que encierran las canciones. Filosofía, según reza el título. O lo que hace que una canción te atrape al paso, e incluso se quede a vivir contigo. “Your Cheatin’ Heart”, de Hank Williams. Para Dylan, la simplicidad de esta canción es la clave, no como hoy en día, en que todo va lleno, es recargado, sofisticado en exceso. Eso y el modo en que la canta Hank, no dejándose arrastrar por la banda. En “It’s All in the Game”, cantada por Tommy Edwards, encuentra la clave en los arreglos, que hacen que puedas bailarla lenta o como un swing. La paradoja es que en los años 50 no se acreditaba a los arreglistas, no sabemos quiénes son. Hoy ya no se hacen arreglos así, en los que nada estorba, advierte Dylan. Escribir una canción no es escribir, es, valga la obviedad, escribir una canción. No puedes hacerlo como si escribieras una novela o una carta. La canción tiene sus licencias. “Keep My Skillet Good and Greasy”, de Uncle Dave Macon, es el ejemplo para el que Dylan se remonta hasta 1924. Esa canción funciona porque repite la palabra time. Nadie habla así, es la diferencia entre hablar y cantar. Dylan nos hace notar que no decimos a nadie cosas como “ven aquí, aquí, aquí”, pero sí lo podemos cantar. ¿Qué podemos decir de “Blue Moon”, de su magia? Su atractivo, según Dylan, está en su misterio, en su melodía salida de ninguna parte, en el modo en que un objeto inanimado, la luna, cobra en ella vida propia. La sencillez de la letra la hace universal, aunque Dylan elige la versión de Dean Martin. Se filtra su devoción por Dino, el libertino adorable, el seductor borrachín. A Dylan, cuando habla de algunos cantantes, de algunos músicos, se le transparenta su aprecio. Por los Grateful Dead, de los que comenta “Truckin’”, es pasión. Para él no son una banda de rock al uso, son una orquesta de baile. Los conoció bien, compartió con ellos una gira que marcó su carrera. Tras ella vino la gira interminable, el Never Ending Tour, décadas en la carretera. En este libro no escasean las canciones que hacen de la carretera su asunto: la propia “Truckin’”, una canción que transcurre en la misma calle de muchas ciudades; “On the Road Again”, de Willie Nelson, un retrato del músico en marcha; la ya citada “Keep My Skillet Good and Greasy”, de la que señala que es una guía espiritual y hará las veces de intérprete en tierras extrañas.

Dylan encuentra pepitas de oro donde nosotros no las habríamos visto. “I’ve Always Been Crazy”, de Waylon Jennings, le sirve para teorizar sobre la canción como terapia: si tienes una historia sórdida que contar, es mejor que la compartas con el público. Tiene un hambre insaciable de historias y te paga por oírlas. ¿Para qué pagar a un psicoanalista entonces? Tal vez algunas veces el público no entienda el mensaje, pero Dylan nos recuerda al hablar de “Don’t Let Me Be Misunderstood”, en versión de Nina Simone, que las canciones y el arte en general no buscan ser comprendidos. No se gana nada entendiendo la sonrisa de la Mona Lisa, dice. El último capítulo de los 66 lo dedica a “Where or When”, compuesta por Rodgers y Hart, y finaliza con estas palabras: “La música trasciende el tiempo al vivir en él, al igual que la reencarnación nos permite trascender la vida al revivirla una y otra vez”. Este es un libro para leer despacio, se lleva muy mal con las prisas. Necesitas saborearlo, reposarlo, tener el lápiz a mano, escuchar las canciones, leer las letras. Si lo lees deprisa no encontrarás su alma, creerás que es un fraude. Pero su autor ha sembrado en él docenas de pistas para que averigües por ti mismo qué es lo que él llama la “filosofía” de las canciones. Modernas o no, eso es lo de menos. Y tampoco importa demasiado si no consigues averiguarlo: Bob Dylan ha narrado a su manera varias docenas de historias que otros escribieron para sus propias canciones, y al hacerlo ha escrito páginas admirables. Como Walt Whitman, Dylan contiene multitudes, y su legado no deja de crecer.

(Publicado originalmente en el Diario INFORMACIÓN de Alicante, el día 29/01/2023)